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Las Pantuflas
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Las Pantuflas
Las Pantuflas
Lo primero que hizo cuando volvimos del entierro fue entrar en su cuarto. Allí estaban las pantuflas de mi padre, como esperándola, al pie de la cama. Las tomó con amor, con el mismo amor con el que siempre se las había alcanzado y las guardó, ahora por última vez.
Las colocó en una caja forrada con tela, fina, hermosa, digna del mayor de los tesoros. Las acomodó con cuidado, como una madre a un bebé en la cuna, y cerró la caja como despidiéndose de un pedazo de su vida.
−¿No pensarás guardar un par de pantuflas, verdad? −pregunté casi fastidiada−. No son una joya –agregué.
−Te equivocas, lo son. Estas pantuflas significaban mucho para tu padre y también para mí, no voy a desprenderme de ellas −contestó mi madre sin dejar de mirar la caja.
−No logro entender, son pantuflas, no más que eso, ¿qué pueden tener de valioso? –pregunté.
−No entiendes −dijo mi madre−. Cuando tu padre volvía del trabajo, lo primero que hacía era calzarse sus pantuflas. Era como si, colocándose ese calzado, se olvidase de la oficina, los mandatos, las presiones. Daba la impresión de que, al ponérselas y sentir su tibieza, se instalaba definitivamente en su hogar. Ya nada importaba, estaba cómodo, feliz, abrigado con la calidez que sólo un hogar brinda.
No lo había pensado de ese modo. Recordaba que mi padre, cuando regresaba del trabajo, luego de besar, cariñosamente, la frente de mi madre, le decía: −¿Me alcanzas las pantuflas, viejita?
Mi madre, como cumpliendo el más sagrado de los rituales, se las alcanzaba, sabiendo que, así, lo hacía sentir seguro, “en casa”, mimado y amado. Más de una vez, me enojé con ella. Jamás entendí por qué razón no podía buscar él sus pantuflas. −No eres su dama de llaves, ¿por qué no se las busca él? –le recriminé infinidad de veces, pero mi madre parecía no escucharme. En realidad sí, me escuchaba, pero hacía oídos sordos a mis comentarios. Ese ritual les era propio, íntimo, diría. Ahora comprendo que se trataba de algo mucho más grande, infinito, inmenso que el mero hecho de alcanzarle algo a alguien.
Mis padres habían estado casados por casi cincuenta años y se habían amado siempre. Cuando uno es joven, tiende a idealizar las cosas, sobre todo, el amor. Yo veía la paz con la que se relacionaban mis padres y llegué a pensar en que no quería para mí un amor tan “chato”.
Yo quería una vida diferente, lejos de rutinas, pantuflas y besos en la frente. Siempre me pareció que eran más compañeros que amantes, casi hermanos. Me llamaba la atención cómo se acompañaban uno al otro, cómo se cuidaban de un modo similar a lo fraternal.
Cuando eran jóvenes y yo una niña, tampoco se percibía pasión en ellos. Daba la sensación de que gozaban de un amor tranquilo, sin sobresaltos. Crecí afirmando que eso no era amor, deseando que a mí no me tocase esa suerte “pequeña” a mis ojos. El mundo tenía que ofrecerme un amor apasionado, fuerte, intenso, hasta desgarrador.
Con el tiempo, aprendí que el mundo no nos da, sino lo que nos hemos ganado. Que lo que hoy es prioridad, tal vez, mañana, pasa a un segundo plano. Que uno no siempre ve la realidad, sino lo que puede ver, o lo que le conviene, según el caso.
Miro mi vida y, tristemente, reconozco que logré lo que me propuse. Tuve amores apasionados, vibrantes, intensos. Con ninguno me quedé, pasaron como tormentas que dejan las calles sucias y desordenadas.
Yo me “gané” ese tipo de amor, pero ahora estoy sola y ya no soy joven. Siempre creí que el amor era eso, algo fuerte, que te sacude, que te saca de tu eje. Hoy me doy cuenta de que bien puede ser eso, pero mucho más también.
Ella seguía mirando la caja que contenía su tesoro, y percibí, en sus ojos, una expresión que yo jamás tuve.
−Sigues sin entender, ¿verdad? –preguntó mi madre secándose las lágrimas.
−Déjame verlas una vez más –le pedí.
Ella abrió la caja y sacó las pantuflas con suma delicadeza, las acarició y me las dio. Volví a sentir que me estaba entregando una parte de su vida. Las mire tratando de descubrir qué secreto tan precioso podía esconder un calzado. Recordé, entonces, cómo mi madre procuraba que mi padre se sintiese cómodo, abrigado, al alcanzarle sus pantuflas. La sonrisa de ambos, uno daba y el otro recibía.
Entendí, por fin, que mi madre le alcanzaba mucho más que un calzado, que era una forma de decirle, cada día, todos los días, “acá estoy, para cuidarte, para acompañarte, para mimarte, para que te sientas bien, para que seas feliz”.
Era como una especie de código entre ellos. Ese gesto, pequeño e insignificante, era el resumen de sus vidas. No se qué clase de amor los habrá unido, si, como yo pensaba, no había habido pasión entre ellos, si fue un amor simple o complicado, parecido al de las novelas, o vulgar, pero ya no importaba, no para mí.
Aprendí, ese día, que el amor se manifiesta de maneras muy diferentes, pero que, sobre todo, se trata de estar para el otro y con el otro.
Sentí, en lo profundo de mi corazón, la magnitud de ese gesto simple. Con la misma delicadeza con que ella me las había dado, guardé las pantuflas en su hermosa caja. Miré a mi madre y le dije:
−Tienes razón, por nada del mundo, te desprendas de ellas.
La dejé sola con sus recuerdos, su ausencia, su soledad y me fui de su casa con la firme convicción de que el amor podrá ser muchas cosas, pero, sin dudas, también es “alcanzares las pantuflas al otro”.
ana maria- ♕-Princesa
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