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Fotos
FOTOS
Acabo de abrir un sobre que mi madre reservó para este día, mi cumpleaños número veintiuno.
―Te regalaré algo muy especial, verás ―dijo hace tiempo con su eterno entusiasmo.
No se equivocó. Sin dudas, este es el regalo más especial que he recibido en mi vida.
El sobre contiene veintiuna fotos, pero más que eso contiene una historia:
Cuando yo tenía pocos meses, un mes de enero, mi padre nos sacó una foto a mi madre y a mí, ambos con una gorra puesta con la visera hacia atrás como usan quienes hacen rap. Mi madre me sostenía en sus brazos, y los dos lucíamos una sonrisa infinita.
Al año siguiente, mi madre repitió esa foto a la que ella llamó “la foto de los raperitos”. A partir de entonces, se instaló una tradición que se cumplía todos los años.
Mi madre tiene cierto amor por las tradiciones domésticas, cosas pequeñas, gestos simples que le gusta repetir y que hacen las veces de lazos que nos unen aún más.
Sin lugar a dudas, la tradición de esta foto ha sido su preferida. Cada verano (porque casi siempre era en verano y en vacaciones), esperaba a estar tostada, se ponía el traje de baño que mejor le quedase y, con su eterno entusiasmo casi infantil, nos pedía que nos preparásemos para la cesión de fotos.
Cuando dejamos de ser pequeños, tanto mi hermano como yo, mi madre temió que nos negásemos a este ritual tan amado por ella, pero jamás lo hicimos. Nunca nos molestó, ni siquiera en edades en la que todo fastidia y más si viene de nuestros padres.
Creo que, sin decirlo, mi hermano y yo comprendimos siempre que esa foto, esa ceremonia era sagrada para mi madre, y no solo lo respetábamos, sino que lo entendíamos.
Era tanto el entusiasmo con el que se preparaba y tan bella la sonrisa que luego salía plasmada en la foto, que parecía que esa imagen podía expresar su infinito amor de madre.
Cuando regresábamos de nuestras vacaciones, comenzaba otro ritual, revelar la foto o imprimirla y colocarla más que orgullosa en un portarretrato.
Recuerdo que cuando éramos pequeños, en el cuarto que compartíamos con mi hermano, mi madre colgó todas nuestras fotos de “raperitos”, en una pared, aquellas en las que estaba conmigo y, en otra, aquellas en la que estaba con mi hermano.
“Así vamos teniendo nuestra historia, año tras año”, había dicho. Era hermoso y, en cierto modo, divertido ver cómo íbamos cambiando y creciendo. No obstante, había algo que en todas las fotos permanecía intacto, y era la sonrisa de mi madre.
Hubo unas vacaciones que no pudimos sacar la foto. Mi padre había estado muy mal de salud, y el verano se fue en otras cosas que eran, sin dudas, más urgentes.
En el mes de abril y con mi padre ya repuesto, no faltamos a la cita que teníamos con nuestra historia, nuestra tradición y, sobre todo, con ese vínculo especial que manteníamos madre e hijos.
En aquella foto, que hoy sostengo en mis manos, mi madre está visiblemente más delgada, no se la ve bronceada; y, aunque, sus ojos reflejan algo del calvario que vivió temiendo que mi padre moriría, su sonrisa está presente y es la misma. Siempre me pareció que mi madre sonreía como si todavía fuese niña, creo que algo de eso hace que su sonrisa se vea tan mágica.
―Cuando cumplas tu mayoría de edad, te dejaré libre de estas fotos ―me anunció un día, pero yo no le creí.
Hoy y supongo que a modo de darme la bienvenida a mi mayoría de edad, mi madre me ha regalado las veintiuna fotos de “raperitos” que nos hemos sacado. Este sobre guarda mi historia con ella, que contiene mucho más que veintiuna fotos.
No me canso de contemplarlas una y otra vez. Son imágenes de mi vida, del paso del tiempo, del amor que siento por mi madre y el que ella siente por mí. Son momentos especiales que he vivido, de esos que se atesoran para siempre, de esos que no abundan, de esos que espero pueda yo brindarle a mis hijos.
Es un bello regalo, el más bello que haya recibido, preparado por mi madre con amor, con el mismo amor con que ha hecho siempre las cosas por mi hermano y por mí.
Pero un dejo de tristeza se me alojó en el alma, tal vez sea melancolía por esa infancia que dejé, por ese tiempo de familia que, cuando uno crece, cambia.
Mirando las fotos, volví a reparar en la sonrisa de mi madre, y la tristeza se borró. Hoy me espera a cenar y sé que me recibirá con esa misma sonrisa que se refleja en estas veintiuna fotos que hoy recibí.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )
―Te regalaré algo muy especial, verás ―dijo hace tiempo con su eterno entusiasmo.
No se equivocó. Sin dudas, este es el regalo más especial que he recibido en mi vida.
El sobre contiene veintiuna fotos, pero más que eso contiene una historia:
Cuando yo tenía pocos meses, un mes de enero, mi padre nos sacó una foto a mi madre y a mí, ambos con una gorra puesta con la visera hacia atrás como usan quienes hacen rap. Mi madre me sostenía en sus brazos, y los dos lucíamos una sonrisa infinita.
Al año siguiente, mi madre repitió esa foto a la que ella llamó “la foto de los raperitos”. A partir de entonces, se instaló una tradición que se cumplía todos los años.
Mi madre tiene cierto amor por las tradiciones domésticas, cosas pequeñas, gestos simples que le gusta repetir y que hacen las veces de lazos que nos unen aún más.
Sin lugar a dudas, la tradición de esta foto ha sido su preferida. Cada verano (porque casi siempre era en verano y en vacaciones), esperaba a estar tostada, se ponía el traje de baño que mejor le quedase y, con su eterno entusiasmo casi infantil, nos pedía que nos preparásemos para la cesión de fotos.
Cuando dejamos de ser pequeños, tanto mi hermano como yo, mi madre temió que nos negásemos a este ritual tan amado por ella, pero jamás lo hicimos. Nunca nos molestó, ni siquiera en edades en la que todo fastidia y más si viene de nuestros padres.
Creo que, sin decirlo, mi hermano y yo comprendimos siempre que esa foto, esa ceremonia era sagrada para mi madre, y no solo lo respetábamos, sino que lo entendíamos.
Era tanto el entusiasmo con el que se preparaba y tan bella la sonrisa que luego salía plasmada en la foto, que parecía que esa imagen podía expresar su infinito amor de madre.
Cuando regresábamos de nuestras vacaciones, comenzaba otro ritual, revelar la foto o imprimirla y colocarla más que orgullosa en un portarretrato.
Recuerdo que cuando éramos pequeños, en el cuarto que compartíamos con mi hermano, mi madre colgó todas nuestras fotos de “raperitos”, en una pared, aquellas en las que estaba conmigo y, en otra, aquellas en la que estaba con mi hermano.
“Así vamos teniendo nuestra historia, año tras año”, había dicho. Era hermoso y, en cierto modo, divertido ver cómo íbamos cambiando y creciendo. No obstante, había algo que en todas las fotos permanecía intacto, y era la sonrisa de mi madre.
Hubo unas vacaciones que no pudimos sacar la foto. Mi padre había estado muy mal de salud, y el verano se fue en otras cosas que eran, sin dudas, más urgentes.
En el mes de abril y con mi padre ya repuesto, no faltamos a la cita que teníamos con nuestra historia, nuestra tradición y, sobre todo, con ese vínculo especial que manteníamos madre e hijos.
En aquella foto, que hoy sostengo en mis manos, mi madre está visiblemente más delgada, no se la ve bronceada; y, aunque, sus ojos reflejan algo del calvario que vivió temiendo que mi padre moriría, su sonrisa está presente y es la misma. Siempre me pareció que mi madre sonreía como si todavía fuese niña, creo que algo de eso hace que su sonrisa se vea tan mágica.
―Cuando cumplas tu mayoría de edad, te dejaré libre de estas fotos ―me anunció un día, pero yo no le creí.
Hoy y supongo que a modo de darme la bienvenida a mi mayoría de edad, mi madre me ha regalado las veintiuna fotos de “raperitos” que nos hemos sacado. Este sobre guarda mi historia con ella, que contiene mucho más que veintiuna fotos.
No me canso de contemplarlas una y otra vez. Son imágenes de mi vida, del paso del tiempo, del amor que siento por mi madre y el que ella siente por mí. Son momentos especiales que he vivido, de esos que se atesoran para siempre, de esos que no abundan, de esos que espero pueda yo brindarle a mis hijos.
Es un bello regalo, el más bello que haya recibido, preparado por mi madre con amor, con el mismo amor con que ha hecho siempre las cosas por mi hermano y por mí.
Pero un dejo de tristeza se me alojó en el alma, tal vez sea melancolía por esa infancia que dejé, por ese tiempo de familia que, cuando uno crece, cambia.
Mirando las fotos, volví a reparar en la sonrisa de mi madre, y la tristeza se borró. Hoy me espera a cenar y sé que me recibirá con esa misma sonrisa que se refleja en estas veintiuna fotos que hoy recibí.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )
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