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Mensaje por ana maria Vie 23 Mayo 2014, 03:15

UN RATON LLAMADO GOMEZ

Todos conocemos al famoso ratón Pérez, quien recoge nuestros dientes de leche y los de todos los niños del mundo cuando éstos se caen, dejando paso a los dientes definitivos.
Lo que casi nadie sabe es que Pérez no es un solo ratón, sino una gran familia de Pérez de todos los tamaños y colores de pelaje, distribuida en todo el mundo. Gracias a que son una familia tan pero tan grande, pueden cumplir con cada cartita que dejan los niños y entregarle a cada uno su regalito.

Hoy vamos a conocer la historia de un ratoncito de la gran familia Pérez que vivía en un pueblo pequeño, y de otro ratoncito desconocido que vivía en el mismo pueblo y se llamaba Gómez.

Nuestro amiguito Pérez tenía en su cuevita la colección más grande y bella de dientes de todo el pueblo, todos blancos como las nubes y brillantes como el sol. Los cuidaba con mucho esmero porque para él eran su tesoro más preciado. Los tenía bien ordenados, clasificados por edades, por el tono del esmalte, todo bien organizadito.

Ahora hablemos del otro ratón de esta historia: Gómez. Este ratoncito también formaba parte de una familia muy, pero muy grande, con una gran diferencia: los Gómez nunca pudieron destacarse en nada, tal vez porque nada hacían con ganas y amor. El hecho de no ser famoso le daba mucha bronca a este ratoncito, y que los Pérez sí lo fueran le daba muchísima envidia.

Vivía muy enojado porque ningún niño le dejaba sus dientes; jamás recibía una cartita, ni por equivocación, ni siquiera le llegaba una factura de luz o gas, porque en su cueva no había.

Cierto día, el ratoncito Gómez, muy molesto por esta situación y muy celoso de la fama de Pérez, decidió que algo tenía que hacer.

–¿Qué tienen los Pérez que yo no tenga? –se preguntó con envidia–. ¿Por qué todos los niños les confían sus dientes a ellos y a nosotros ni siquiera una muela cariada?

–¡Porque así lo dice la tradición! –contestó toda su familia junta y a los gritos.

–Pues la tradición tendrá que cambiar, se los aseguro.

Se puso a pensar cómo podrían él y su familia lograr una colección de dientes más grande que la de los Pérez. No fue fácil pensar en cómo obtenerla, sabía de la gran fama de sus competidores. Sabía también que los dientitos que los Pérez obtenían eran dientes que se caían en forma natural, es decir, que la naturaleza misma hacía que a medida que un niño iba creciendo, sus dientes de leche eran remplazados por dientes definitivos.

Por ello, había que idear una forma de obtener dientes, aunque no fuera natural.

Gómez y familia empezaron a pensar la forma de superar a los Pérez.

–¿Y si los robamos? Les sacamos todos los dientes y se quedan sin un pito y sin un diente también de paso –dijo el tío Atorrantón Gómez, quien, como ya lo dice su nombre, era el más atorrante de la familia.

–¡Vos estás loco! ¿Cómo hacemos para sacar semejante cantidad de dientes sin que nadie se dé cuenta? ¿Querés que terminemos presos?

–¡Ni loco que estuviera! –contestó Atorrantón, mientras se acomodaba sus largos bigotes–. Entonces ¿qué se te ocurre?

–Tiene que ser algo más sutil, más delicado.

–¿Útil y ordenado? ¿De qué estamos hablando? –preguntó la abuela Gómez, que era bastante sordita.

–No abuela, quise decir que debemos hacerlo de otra manera.

–¿Usando una manguera? ¿Así piensan que van a conseguir más dientes que los Pérez? ¿Y cómo la usarían? –preguntó la abuela, quien nuevamente había entendido gato por liebre.

–Yo insisto, ¿y si buscamos una manera disimulada de robar la colección? –comentó Atorrantón.

–¿Se te cayó el pantalón? ¡Qué descuidado sos, Atorrantón! –dijo la abuela.

–¡Bueno, basta! –intervino Roña Gómez, un tío que jamás se bañaba–. Hay que pensar un plan.

–Yo no hice flan –agregó la abuela.

Ya nadie quiso contestarle a la pobre abuelita y se dedicaron a pensar en silencio el gran plan para obtener dientes.

–¡Tengo una gran idea! ¡Esto sí va a funcionar! –dijo Gómez.

Entusiasmados, todos se dispusieron a escuchar. Bueno, todos menos la abuela, que entusiasmada estaba, sí, pero escuchar... lo que se dice escuchar, no escuchaba mucho.

–Pensemos un poco. ¿Qué es lo que más les gusta a los niños?

–¡Jugar, jugar y jugar! –contestaron casi todos los miembros de la familia reunidos.

–Tienen razón, pero yo me refiero a otra cosa que también les gusta mucho.

–¡¿Que fumaste un pucho?! ¡Eso no es bueno, querido!

Ignorando el comentario de la abuela, Gómez contó su idea a la familia:

–Además de jugar, lo que más les gusta a los niños son las golosinas.

–¿Vamos a robar golosinas? –preguntó Atorrantón.

–No. Conseguiremos muchos dientes pero sin robar ni uno solo de ellos.

–Lo veo difícil sobrino, ¿de qué manera los podríamos obtener?

–Mi idea es llenar el pueblo de golosinas, tentar a todos los chicos para que puedan comerlas a cada momento, en cada lugar y a cada hora.

–¿Y qué ganarías con eso? ¡Que engorden como cerdos! –preguntó Atorrantón.

–¿No se dan cuenta? –preguntó Gómez a todos.

–¿Que nos demos vuelta? –preguntó la abuela–. ¿Y para qué?

Nadie, excepto la abuelita, contestó. Era evidente que ninguno en la familia se daba cuenta de su plan.

–La cosa es así: si los niños empezarán a comer y comer golosinas sin parar, sus dientes se enfermarán y tendrán que ir al dentista del pueblo a que se los saquen, porque ya no tendrán arreglo.

–¡Oh! ¡Qué plan tan sucio, parece ideado por mí –comentó Roña Gómez.

–¿Y cómo harás para juntar los dientes que saque el Dr. Torno? ¿Se los vas a robar? –intervino Atorrantón.

–¿Que los van a probar? ¡Qué asco! –dijo la abuela.

–El Dr. Torno pone todos los dientes y muelas que saca en una bolsa de basura especial, que luego al final del día, su secretaria deja junto a los otros residuos. Todo es cuestión de sacar cada día la bolsa de los dientes enfermos.

Y así fue como los Gómez pusieron su plan (no su flan) en marcha. Como lograban acceder a los sótanos y a los depósitos de los quiosqueros del pueblo, sacaron todas las golosinas que pudieron y las dejaron repartidas por todos lados.

Caramelos, pirulines, chocolates, pastillas, chupetines de todos los tamaños, colores y formas inundaron el pueblo.

Como era de esperar, todos los niños se abalanzaron hacia las golosinas, una y otra vez, pues los Gómez las reponían no bien se terminaban.

Todos en el pueblo culpaban a los quiosqueros, quienes ya no sabían cómo explicar que no tenían nada que ver en el asunto.

La cosa fue que el plan de los Gómez dio resultado, al cabo de un tiempo, todos los niños del pueblo empezaron a tener caries, cada vez más grandes, cada vez peores. El Dr. Torno ya no tenía turnos libres, las bolsas destinadas a los dientes enfermos que se sacaban se apilaban unas sobre otras al terminar la jornada.

–¡Les dije que esto iba a resultar! –comentó entusiasmado Gómez a toda su familia.

–¿Que vas a vomitar? Eso te pasa por andar comiendo asquerosidades, ¡ya lo decía yo! –le contestó la abuelita.

–Pero al final terminamos robando, no dientes, pero sí golosinas –agregó Atorrantón.

–Y bueno, el fin justifica los medios. De alguna manera tenía que ganarles a los Pérez y ésta fue la única que se me ocurrió –le dijo Gómez.

–Ya lo decía yo, un trabajo sucio... –agregó Roña.

La envidia y los celos jamás ayudan a hacer cosas buenas, todo lo contrario. No sólo los Gómez estaban enfermando la dentadura de todos los niños del pueblo, sino que, como decía el tío, robaban las golosinas para lograr su cometido y perjudicaban a los quiosqueros, a quienes las personas acusaban sin razón. Al cabo de un tiempo, las cuevitas de los Gómez estaban repletas de dientes que se apilaban unos con otros.

La sonrisa del pueblo había cambiado, pues habían cambiado sus niños. Tenían sus bocas llenas de agujeros, arreglos plateados o dorados que no quedaban nada bien, más de uno se tapaba la boca al hablar pues le daba vergüenza su dentadura y ni hablar de comer cosas duras. No se vendieron más turrones, ni siquiera para Navidad.

Hay que reconocer que en esta historia no sólo los Gómez se equivocaron, los chicos también, por no hacerles caso a sus papás, por no vencer la tentación de comer todo lo que estaba a su alcance. Pero, volvamos a los Gómez:

Como decíamos antes, las cuevas ya no daban abasto, los dientes y muelas cariadas salían por todos los costados y allí, justo allí, cuando creían haber logrado su cometido superando a los Pérez, empezaron los problemas.

Como los dientes que habían recolectado eran dientes enfermitos, empezaron a despedir un olor horrible. Ya no se aguantaba. Las moscas empezaron a dar vueltas alrededor de la pila de dientes y realmente no se sabía qué había más, si moscas o dientitos.

Las cuevas se habían convertido en lugares donde no se podía vivir, las moscas, el olor, el poco espacio. Las cosas no habían sucedido como las habían planeado. Generalmente, esto sucede cuando lo que se planea hacer no es algo bueno y el motor de ese plan son la envidia y los celos.

Los Gómez no sabían qué hacer realmente, su colección de dientes daba asco, en realidad ya no les importaba si superaba a la de los Pérez o no, sólo querían deshacerse de ella y vivir en sus cuevas con espacio y sin olor, como antes.

–¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo podemos sacarnos de encima todos estos dientes sucios y malolientes? –preguntó Gómez.

–Ojalá alguien nos los robara –contestó Atorrantón.

–Algo hay que hacer, yo abandono esta competencia, ya no me interesa ganarles a los Pérez. Allá ellos con sus dientes, cartas y toda esa historia –dijo muy serio Gómez–. Además, los chicos del pueblo ya no sonríen por mi culpa, para no mostrar los agujeros que les quedaron en la boca.

–Hay que reconocer que los Pérez sí saben hacer las cosas, sin robar nada ni dañar a nadie –comentó Atorrantón.

–A mí esto me olió mal de entrada –decía Roña.

Toda la familia estaba arrepentida, pero el más arrepentido era Gómez, porque realmente se dio cuenta de que por envidioso, hizo daño a los niños del pueblo, a su familia y a sí mismo. Evidentemente no era bueno sentir envidia y no estaba para nada contento con lo que había hecho.

–Bueno familia, hay que reconocer que perdimos, no importa el resultado de esta competencia, perdimos desde el principio, por hacer las cosas mal –dijo Gómez con la cabecita muy baja.

En eso entró Benjamín Gómez, el hijito menor de Gómez: gritaba y corría muy entusiasmado.

–¡Escuchen todos! ¡Se me cayó el primer diente!

Se miraron unos a otros sin saber qué hacer o decir.

Entonces Gómez pensó que era hora de empezar a hacer las cosas bien. Tomó a su hijo de las manitos y le dijo: esta noche poné el diente bajo tu almohada para que venga el ratón Pérez, vas a ver que por la mañana, encontrarás una linda sorpresa.

–¿Longaniza calabresa? No, gracias, no quiero –dijo la abuela.


AUTOR: LIANA CASTELLO

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