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La Feria
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La Feria

La Feria
Recién cuando crecí pude entender el encanto que significaba para mi madre ir a las ferias de cada lugar al que viajábamos.
De niña me resultaba muy aburrido recorrer puesto por puesto, detenernos a preguntar precios y ver como mi madre miraba cada producto con detalle y admiración.
Cueros, telas, lanas, alambres, piedras se mezclaban con el paisaje siempre diferente, siempre igual. Máscaras y collares bailaban la misma danza ante los ojos de los visitantes.
Era muy chica como para apreciar la magia de tantas manos que podían convertir un simple trozo de cuero en el bello rostro de una mujer plasmado en una máscara o tallar la madera casi como una caricia.
Aun siendo pequeña, me parecía que las ferias tenían algo de atemporal, como si en ese entorno de puestos, césped y artesanos, el tiempo corriese de un modo más lento, como si la voracidad de la modernidad no los hubiese alcanzado.
En casi todas las ferias, había alguna atracción. Un payaso, alguien que tocaba un instrumento, bailarines o mimos.
Pero no fue hasta que maduré, que pude valorar y entender verdaderamente el don que cada uno de ellos poseía.
Esa tarde de sol yo caminaba por una feria, esta vez de la mano de mi hijo. Era yo ahora quien se detenía en cada puesto y él quien se aburría.
Nos paramos ante un payaso que comenzaba su función. Delgado, con su cara limpia de pintura, sin una sonrisa dibujada, sólo la propia. El hombre desplegaba toda su simpatía. No contaba con escenario, sólo con el césped de la plaza, los puestos de fondo y una escalera como platea. Tampoco llevaba grandes elementos: una vieja valija de cuero marrón, algo deteriorada, pero de la cual, como si fuese una galera, sacaba sorpresas a cada rato. Un reproductor de sonido, nada moderno. Parecía más una fonola que otra cosa, y de ella salía una melodía hermosa que transportaba en el tiempo. Música clásica, vals, jazz.
Mi hijo se sentó en las escalinatas, y yo a su lado. Su carita cambió cuando vio que yo compartiría con él el show de ese payaso sin pintura. Muchos más se acercaron. Adultos, niños, ancianos, jóvenes, todos atentos a la maravilla de su espectáculo.
Llamaba la atención como el joven acomodaba sus pasos y sus movimientos al ritmo de la música, cada acorde era acompañado de una pirueta, un paso más rápido o una expresión de asombro. No emitía palabras, el único sonido era la música, sus pasos sonoros y los aplausos de la gente.
Con pocos objetos y muy simples por cierto, divirtió a todo el público. Risas, aclamaciones y aplausos se escucharon durante más de una hora.
Mi mirada se apartó un poco del espectáculo y de la sonrisa de mi hijo que tomaba mi mano como para asegurarse −tal vez− de que no me alejase.
Entonces, por primera vez, pude apreciar la verdadera magia de las ferias. La unión, la mezcla, la integración y la armonía constituían su verdadero encanto. Una artesanía de exquisita fineza, nacida de manos curtidas por el trabajo. La ilusión de comprar algo lindo y las ansias de vender esa pieza creada con amor, única e irrepetible. Los sueños de crecer y vivir de ese arte y la necesidad de llevar un plato de comida al hogar.
Personas de todas las edades que admiraban por igual una preciosa artesanía, un telar de infinitos colores o las piruetas del payaso.
Fue hermoso ver, por un momento, que todos estábamos juntos, que no había diferencias, que el abuelo se reía con el nieto, que el joven se sorprendía igual que un pequeño.
Que todos podemos caminar por esos puestos que nos ofrecen mucho más que cosas para comprar.
Que lo simple puede combinar con lo muy elaborado, que lo rústico puede ser amigo de lo más delicado, que lo opaco puede darse la mano con lo brilloso.
Que no hay edad para reír y asombrarse, para sentarse en una escalinata a disfrutar de un rato de niñez, por grande que uno sea.
Entendí que, sin dudas, mucho más que lo que podía adquirir en la feria, mi madre amaba compartir no sólo conmigo, sino también con todos ese paseo lleno de magia y construido con los más diversos materiales y por las más diversas personas.
Comprendí que caminar junto a mi madre ya era mucho y reír junto a mi hijo es mucho más todavía, sea en la feria, sea en la vida.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )[/color][/size]
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