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Tras la Cordillera
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Tras la Cordillera

Tras la Cordillera
Cada año volvía a su país. Cada año, como una cita obligada, luego de mucha ausencia, demasiada.
Hacía veinte años, había decidido probar suerte en el exterior y, si bien la suerte le fue esquiva, se instaló tras la cordillera.
No debe resultar fácil partir, pero sin dudas tampoco es sencillo volver. Irse ha de ser desgarrador y volver puede, en ciertos casos, ser desolador.
Fue abandonando una vida para vivir otra. Dejó a sus amigos y a la poca familia que tenía.
No fue lo único que resignó. Tras tomar el avión, se despojó de una parte de él mismo, esa que tal vez era feliz.
Descubrió, al poco tiempo de exiliarse, que no sólo se extrañaban los afectos. Existe un sinfín de cosas que, a la distancia, cobran una magnitud que jamás habían tenido, calles, comidas, aromas, costumbres, todo.
La suerte que creyó encontraría pasando la cordillera se hizo esperar demasiado, tanto… que nunca llegó. En ese compás de espera largo, infinito, demasiadas cosas cambiaron. Se fue con una esposa y una hija recién nacida y fue quedándose sin ninguna de ellas.
La muerte no sabe de residencias y fue a buscar a su esposa donde estaba, tras la cordillera. El tiempo tampoco respeta las distancias y convirtió a la niña en una jovencita que tomó ese país como propio y no quiso irse.
Solo y con una hija que no lo requería demasiado, pero sí lo suficiente como para decidir no marcharse.
Sin un trabajo que le entusiasmase, sin un amor, poco futuro y aún menos presente, se fue acostumbrado a ese lugar.
Y se quedó, medio vacío, pero se quedó.
Cordillera por medio, habían permanecido sus amigos, sus calles y tal vez la vida que debió haber vivido.
Cada año volvía, cada año nos encontrábamos.
Él había cambiado, yo también, en realidad, todo había cambiado.
Eran muchos los que ya no estaban, y todos los demás tampoco éramos los mismos.
Sin embargo, y no extrañamente, él había decidido vararse en un lugar, o mejor dicho, en una época.
Como un ritual, cada año cuando regresaba, hacía su recorrido hacia el pasado. La misma pizzería, las mismas visitas, las mismas preguntas.
No sé por qué razón, en su última visita, sentí una lástima infinita por él. No sé por qué de ese último encuentro me quedó un sabor a tristeza en el alma. Una vez más, me preguntó por las mismas personas que sólo hace veinte años habían sido parte de nuestras vidas.
Una vez más, me contó que había ido a un par de lugares que ya no existían. En veinte años son muchas las cosas que van desapareciendo, entre otras, las personas que fuimos.
Creo que él no lo entendió así, o tal vez sí, pero necesitaba aferrarse a ese tiempo y a esa realidad que sólo en el pasado eran presente.
Parecía parado en la vereda de una calle inexistente, preguntando por personas que ya no estaban.
Sentí pena por él y mucha.
Vi una soledad inmensa en sus ojos y, a veinte años de haberse ido, aún transpiraba desarraigo.
Era evidente que no poseía mucho del otro lado de la cordillera. Si bien es cierto que tenía a su hija, no menos cierto es que llega un momento en que los hijos hacen su propio camino y no de nuestra mano.
Sin dudas por eso y desde hace tantos años, volvía religiosamente a cada sitio y preguntaba por las mismas personas.
Fantasmas de otras épocas, recuerdos que seguramente el tiempo y la distancia transformaron y mejoraron por sobre todas las cosas.
Sin demasiado futuro y aún menos presente, sólo le quedaba recurrir al pasado.
Con una vida a cuestas que fue a buscar y no encontró, se debe tornar difícil seguir caminando.
Sé que volverá el año que viene y de nuevo veré como recorre los mismos lugares y como pregunta por las mismas personas.
Sé que los años pasarán, hasta que un día ya no pueda cruzar la cordillera para visitar a sus fantasmas.
Sólo espero que ese día sean ellos quienes la crucen y no lo dejen partir solo.
ana maria- ♕-Princesa
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