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Un café pendiente
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Un café pendiente
UN CAFE PENDIENTE
José tiene frío, demasiado frío. Camina por la calle no porque tenga adónde ir, sino para que el movimiento lo ayude a que el frío no le duela. La calle está gris, y el viento se hace sentir. Todos los inviernos son iguales, la soledad y la pobreza, como el hambre, se sienten con más fuerza.
José está acostumbrado, vive en la calle hace ya varios años. Aunque convive con la soledad, el frío, la lluvia, el hambre y la indiferencia, la costumbre no siempre hace las cosas menos dolorosas.
En su caminata hacia ningún lado, imagina otras, recuerda personas, situaciones y se pregunta cómo fue que llegó hasta ahí. No tiene una respuesta, sí muchas, pero ninguna le convence. José piensa para no sentir frío, para no sentir hambre.
De pronto, ve una confitería y, sin acercarse tanto porque sabe bien que a la gente suele no gustarle su aspecto, mira detenidamente esas tazas de café humeantes que cada persona acerca a su boca. Puede sentir el aroma que, a esa hora y con un hambre de días, le sabe al aroma del paraíso. Se queda ahí detenido, extasiado con ese aroma e imaginando el sabor y el calor de esa taza de café.
Algo lo sorprende: una persona tan pobre y sucia como él sale de la confitería. Sostiene entre sus manos un tesoro: un vaso descartable con café caliente. El hombre lo va tomando de a poquito como para que ese tesoro perdure lo más posible. José no se atreve a preguntarle si pidió ese vaso, si lo compró, o si se lo ofrecieron, y se va con la imagen de ese pequeño gran tesoro en sus ojos.
A la mañana siguiente, recorre el mismo camino, siente el mismo frío, el mismo apetito, la misma soledad. Una vez más, se para a unos metros de la confitería y espera. Ahora es una mujer humilde la que sale con un vaso igual, además, en su otra mano, lleva algo para comer.
A José le intriga que esas personas, con tanto frío como él, hayan logrado cambiar ―lo que dura el contenido del vaso― una realidad de hambre y desamparo.
Se acerca a la puerta y observa que, en el vidrio, hay impresa una tacita de color naranja. Siente que esa imagen está para algo, por algo, que tiene un significado y algo que ver con él. Mueve la cabeza como queriendo sacarse esa idea, como pensando que nada es para él, ni tiene que ver con él y se marcha una vez más.
La imagen de esa tacita pintada en el vidrio y de las personas saboreando ese tesoro humeante lo desvela, y, al día siguiente, vuelve a la confitería.
Ve salir al mismo hombre del primer día, nuevamente, con el vaso descartable de café, y le pregunta cómo ha hecho para obtener ese tesoro.
El hombre le cuenta algo que a José, acostumbrado a la indiferencia, le cuesta creer. Le dice que ese café que está tomando lo dejó pago una persona que él no conoce. No entiende, no termina de entender. El hombre le comenta que, en algunos lugares, se ha instalado ese hermoso y cálido gesto de solidaridad, alguien deja pago un café para otra persona que lo desea, lo necesita y no lo puede pagar. Alguien invita un café a un desconocido, a alguien que no ha visto, ni verá, a quien no le conoce el rostro, pero sí la necesidad.
José escucha atentamente, duda, se alegra, vuelve a dudar, pero el vaso de café en las manos de quien le cuenta esto es una realidad.
―Ve a pedir el tuyo. ¿Qué esperas? ―lo anima ese humilde desconocido.
José comienza a caminar hacia la confitería, sigue dudando, a pesar de lo que acaba de escuchar. Se aproxima con timidez al encargado de la confitería y le pregunta: ―¿Hay… hay un café... un café para…?
El hombre con una sonrisa lo interrumpe: ―¿Un café pendiente? ¡Cómo no! ¿Cómo lo desea con o sin leche?
José se ruboriza, ya no recuerda cómo le gusta más el café, pero lo pide con leche porque hace mucho que no toma, tal vez, desde pequeño.
El hombre prepara el café con leche, y José lo mira extasiado y aún sin poder creer que ese vaso, que vio pasar tantas veces, es para él. Se lo entrega y José lo toma como si fuese un bebé, con el mismo amor y el mismo cuidado.
Cierra los ojos, huele el aroma y se lo lleva a la boca muy despacito. Siente en sus manos el calor del vaso, y ese café humeante y exquisito va penetrando tanto en su cuerpo como en su alma.
José es feliz, en ese momento, es feliz. Comienza a caminar con el vaso en la mano, que es mucho más que una bebida caliente.
Con su vaso en la mano y por primera vez en su vida, José sabe que otro ha pensado en él y en todos los tantos “josés” que hay en la cuidad.
Alguien a quien no conoce ha pensado en su frío, en su apetito, ha pensado en él, y este pensamiento lo alivia, le acaricia el corazón endurecido.
Ahora no está tan solo, que hay alguien a quien no conoce que le invita un café. Todos los días José hace su misma caminata, pero hoy sabe adónde va, tiene un destino que huele al paraíso y, por sobre todas las cosas, entibia su alma.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )
José está acostumbrado, vive en la calle hace ya varios años. Aunque convive con la soledad, el frío, la lluvia, el hambre y la indiferencia, la costumbre no siempre hace las cosas menos dolorosas.
En su caminata hacia ningún lado, imagina otras, recuerda personas, situaciones y se pregunta cómo fue que llegó hasta ahí. No tiene una respuesta, sí muchas, pero ninguna le convence. José piensa para no sentir frío, para no sentir hambre.
De pronto, ve una confitería y, sin acercarse tanto porque sabe bien que a la gente suele no gustarle su aspecto, mira detenidamente esas tazas de café humeantes que cada persona acerca a su boca. Puede sentir el aroma que, a esa hora y con un hambre de días, le sabe al aroma del paraíso. Se queda ahí detenido, extasiado con ese aroma e imaginando el sabor y el calor de esa taza de café.
Algo lo sorprende: una persona tan pobre y sucia como él sale de la confitería. Sostiene entre sus manos un tesoro: un vaso descartable con café caliente. El hombre lo va tomando de a poquito como para que ese tesoro perdure lo más posible. José no se atreve a preguntarle si pidió ese vaso, si lo compró, o si se lo ofrecieron, y se va con la imagen de ese pequeño gran tesoro en sus ojos.
A la mañana siguiente, recorre el mismo camino, siente el mismo frío, el mismo apetito, la misma soledad. Una vez más, se para a unos metros de la confitería y espera. Ahora es una mujer humilde la que sale con un vaso igual, además, en su otra mano, lleva algo para comer.
A José le intriga que esas personas, con tanto frío como él, hayan logrado cambiar ―lo que dura el contenido del vaso― una realidad de hambre y desamparo.
Se acerca a la puerta y observa que, en el vidrio, hay impresa una tacita de color naranja. Siente que esa imagen está para algo, por algo, que tiene un significado y algo que ver con él. Mueve la cabeza como queriendo sacarse esa idea, como pensando que nada es para él, ni tiene que ver con él y se marcha una vez más.
La imagen de esa tacita pintada en el vidrio y de las personas saboreando ese tesoro humeante lo desvela, y, al día siguiente, vuelve a la confitería.
Ve salir al mismo hombre del primer día, nuevamente, con el vaso descartable de café, y le pregunta cómo ha hecho para obtener ese tesoro.
El hombre le cuenta algo que a José, acostumbrado a la indiferencia, le cuesta creer. Le dice que ese café que está tomando lo dejó pago una persona que él no conoce. No entiende, no termina de entender. El hombre le comenta que, en algunos lugares, se ha instalado ese hermoso y cálido gesto de solidaridad, alguien deja pago un café para otra persona que lo desea, lo necesita y no lo puede pagar. Alguien invita un café a un desconocido, a alguien que no ha visto, ni verá, a quien no le conoce el rostro, pero sí la necesidad.
José escucha atentamente, duda, se alegra, vuelve a dudar, pero el vaso de café en las manos de quien le cuenta esto es una realidad.
―Ve a pedir el tuyo. ¿Qué esperas? ―lo anima ese humilde desconocido.
José comienza a caminar hacia la confitería, sigue dudando, a pesar de lo que acaba de escuchar. Se aproxima con timidez al encargado de la confitería y le pregunta: ―¿Hay… hay un café... un café para…?
El hombre con una sonrisa lo interrumpe: ―¿Un café pendiente? ¡Cómo no! ¿Cómo lo desea con o sin leche?
José se ruboriza, ya no recuerda cómo le gusta más el café, pero lo pide con leche porque hace mucho que no toma, tal vez, desde pequeño.
El hombre prepara el café con leche, y José lo mira extasiado y aún sin poder creer que ese vaso, que vio pasar tantas veces, es para él. Se lo entrega y José lo toma como si fuese un bebé, con el mismo amor y el mismo cuidado.
Cierra los ojos, huele el aroma y se lo lleva a la boca muy despacito. Siente en sus manos el calor del vaso, y ese café humeante y exquisito va penetrando tanto en su cuerpo como en su alma.
José es feliz, en ese momento, es feliz. Comienza a caminar con el vaso en la mano, que es mucho más que una bebida caliente.
Con su vaso en la mano y por primera vez en su vida, José sabe que otro ha pensado en él y en todos los tantos “josés” que hay en la cuidad.
Alguien a quien no conoce ha pensado en su frío, en su apetito, ha pensado en él, y este pensamiento lo alivia, le acaricia el corazón endurecido.
Ahora no está tan solo, que hay alguien a quien no conoce que le invita un café. Todos los días José hace su misma caminata, pero hoy sabe adónde va, tiene un destino que huele al paraíso y, por sobre todas las cosas, entibia su alma.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )
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Inscripción : 04/08/2013Localización : Ciudad de Buenos Aires Capital Federal- Argentina
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