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El gran conquistador
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El gran conquistador
EL GRAN CONQUISTADOR
Cuando era pequeño, amaba las historias de grandes conquistadores. No me cansaba de leer o escuchar sus aventuras, sus conquistas, sus logros. Tenía una extraña fascinación por esos seres que, a cualquier costo, conseguían sus objetivos. En la inocencia de mi niñez, no me detenía a pensar a qué precio conquistaban lo que conquistaban y que no siempre los fines eran buenos. No pensaba en que muchas veces no se trataba de héroes, sino de temibles villanos que arrebataban lo que no les correspondía.
Yo era niño y me quedaba con la imagen que, a menudo, yo mismo me hacía de esos hombres. Capas, espadas, grandes navíos, caballos, valor, coraje. Sentía una gran admiración por ellos, pues se fijaban una meta y, más allá de los peligros o contratiempos, la alcanzaban, aunque en ello se les fuera la vida. En mi pensamiento de niño, eran seres dotados de una valentía poco común, de un coraje único, de una fuerza sobrehumana.
Recuerdo una noche en que, aburrido de releer, una y otra vez, las mismas historias que ya casi sabía de memoria, le pedí a mi padre que me contara alguna nueva.
―¿Quieres otra historia de conquistadores? ―preguntó risueño.
―¡Sí! ―respondí entusiasmado―, del mejor, del más grande y más valiente que hayas conocido.
―Pues bien, así será entonces ―respondió.
Colocó una silla al lado de mi cama y comenzó a contarme la historia de su padre.
Todavía recuerdo mi enojo, yo quería una historia de grandes hombres, de personajes fuera de serie, de conquistadores valientes, no la historia de un hombre común como era mi abuelo.
―¿Es una broma verdad? ―le pregunté.
―No, ¿por qué habría de serlo?―contestó sonriente.
―Te pedí una historia de grandes hombres, de alguno que haya luchado mucho, que haya vencido, que haya triunfado, una historia interesante, no la historia del abuelo.
―Si me dejas terminar, entenderás de qué se trata un conquistador de verdad.
Mas yo no lo dejé que terminase la historia, me desilusionó la actitud de mi padre. Creí que realmente se estaba burlando de mí. Sabiendo cómo sabía de mi devoción por esas historias, ¿por qué quería contarme la historia de un hombre común y corriente? Nunca más le volví a pedir que me relatara un cuento y aún hoy me arrepiento.
El tiempo de escuchar historias pasó, los años me restaron inocencia y me sumaron sabiduría. Dejaron de interesarme las historias de conquistadores no solamente porque ya era un joven, sino porque, además, mi tiempo para leerlas o imaginarlas no era el mismo. De todos modos, más allá del tiempo que tuviese para leer o no, lo que más me quitó el interés fue enterarme de que muchos de esos conquistadores, la mayoría, en realidad, no habían sido esos seres dignos de mi admiración infantil.
Un día, acomodando libros viejos, encontré esas historias y recordé la noche en que me enojé con mi padre y creí que se había burlado de mí al comparar a mi abuelo con un gran conquistador.
Fui a la casa de mi padre ansioso por escuchar la historia de mi abuelo ―ya fallecido― y deseoso de saber, hoy desde otra perspectiva, a qué llamaba mi padre “un gran conquistador”.
Cuando le dije el motivo de mi visita, no se sorprendió, es más, creo que todos estos años estuvo esperando el momento de terminar el relato.
Café de por medio, escuché la historia de un hombre que, en su aparente simpleza, había sido extraordinario; que había luchado por abrirse camino en la vida y sin empuñar armas; que había trabajado denodadamente por sostener no solo a su familia, sino también su dignidad y su hombría de bien. Que había caído muchas veces, pero que se había levantado con la esperanza intacta, que, gracias a su esfuerzo, había progresado y les había dado a sus hijos todo lo que pudo. Que acumuló las mayores de las riquezas, que son aquellas que no se cuentan en billetes o monedas.
Sin dudas, mi abuelo había sido un gran hombre, un héroe sin navíos, cascos, ni espadas. Un héroe que liberó su destino y el de los que lo conocieron sin esclavizar, dando lo mejor de sí.
Escuché con detenimiento la historia de ese hombre que jamás figurará en los libros, cuyo nombre no es ni será famoso, que es igual a muchos y a ninguno a la vez, que me enseñó lo que es ser un verdadero conquistador, un héroe de la vida.
Cuando se es niño, la inocencia nos hace creer en personajes que se hacen grandes a nuestros ojos y que nos maravillan el alma, y no está mal que así sea. Por el contrario, cuando los años alejan de nuestros corazones esa inocencia, nos permiten maravillarnos de personas simples, reales, que conquistan, día a día, la vida, sin armas, sin uniformes, usando los mejores instrumentos: el trabajo honrado, la esperanza, el tesón y, sobre todo, el amor.
AUTOR: LIANA CASTELLO ( argentina )
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