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El Monito Verde
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El Monito Verde
EL MONITO VERDE
Dicen por ahí que hay una selva en la que vive un mono de color verde. Bien verde, y no estoy hablando de una rana o de un cocodrilo, sino de un monito chiquito y verde.
Pero el monito no la pasa muy bien en esta selva. Lo que ocurre es que a los demás animales, como a la mayoría de las personas, les cuesta aceptar a los que son diferentes. Nuestro monito amigo recibía todo tipo de cargadas: le decían que era un monito “bajo en calorías”, “dietético” o “light”, o que era un mono “ecológico”, o que parecía una lechuga, etc. Muchas veces –y lo que es pero aún– nadie le daba bolilla.
El monito no entendía por qué era tan importante ser distinto del resto, qué hacía la diferencia entre los animales, por qué el color naranja del león era mejor que su verde, por qué el gris del elefante no se veía mucho más triste que su lindo y colorido verdor o por qué a los tigres, que nacían ya “sucios”, llenos de manchitas, nadie les decía nada; en cambio a él –que, aunque verde, era muy limpito– todos lo cargaban.
El monito verde vagaba por la selva, sin demasiados amigos, salvo los que justamente eran de color verde, como las ranas, los loritos, etc. Sin embargo, ni siquiera esto lo hacía muy feliz, porque él sabía dentro de su corazón que eran sus amigos sólo porque lo veían del mismo color y lo consideraban igual.
Verdín –así se llama nuestro amigo de esta historia– seguía tratando de encontrar dónde estaban las verdaderas diferencias entre él y los demás: Después de todo, pensaba Verdín, todos somos distintos y todos somos iguales en algún sentido. Cuando él hablaba así al resto de los animales, incluso a los monos que no eran verdes pero eran monos también, se reían de él, sin entender qué quería decir o sin prestarle mucha atención.
Verdín pensó que debía probar su teoría, que si lograba que todos entendiesen sus palabras tendría más amigos o, mejor dicho, verdaderos amigos. Entonces un día, firme y decidido, se dijo: “Manos a la obra”. Comenzó a colocar carteles por toda la selva invitando a sus habitantes a un “CONCURSO A CIEGAS”. Intrigados por la invitación, los animales se le acercaban y le preguntaban en qué consistía este concurso. Verdín lo explicó así: es una especie de juego, que todos jugaremos con los ojos vendados. Probaremos nuestras habilidades, nuestro valor y nuestra fuerza, pero sin ver nada.
La idea no le gustó mucho a más de uno, pero nadie se atrevió a negarse a la invitación y quedar como un cobarde.
El día del concurso había un gran alboroto, más de un animalito estaba nervioso, pero trataba de no demostrarlo. El más tranquilo era Verdín, aunque ansioso también de probar su teoría de que, más allá de nuestra apariencia, todos somos iguales y distintos a la vez.
Todos los animales participaron. Los leones empezaron el concurso comiendo frutas que otros animalitos les alcanzaban. Sorprendidos, descubrieron que –aunque no las viesen– las frutas tenían exactamente el mismo gusto de siempre. Siguieron los tigres, a los cuales se los hizo llegar hasta una meta por un camino de piedras duras y filosas. También descubrieron que, por más que no vieran esas piedras, éstas les causaban el mismo dolor en las patas. Los monos que no eran verdes tampoco se quedaron atrás, a ellos les tocó colgarse de las ramas más altas de los árboles y dar vueltas, pero esta vez con los ojos cerrados. Ellos también descubrieron que en sus pancitas el vértigo se sentía de idéntica manera que cuando podían ver de dónde se colgaban. A su vez, Verdín ofreció a los loros las mismas bananas que a los monos, y éstas tampoco les gustaron, comprobando así que no a todos nos gusta lo mismo, sea con los ojos cubiertos o no. Así pasó la tarde, y las pruebas seguían.
A los elefantes les tocó bailar en una pata sobre un tronco, prueba que, por supuesto, no pudieron cumplir, pero no por tener los ojos cerrados, sino porque aunque los hubieran tenido abiertos, esto era imposible para ellos.
Cuando comenzó a anochecer y cada uno de los concursantes había terminado con su prueba, a decir verdad, seguían sin entender demasiado.
Algunos reclamaban su premio, otros pedían explicaciones, todo era revuelo en la selva. El único que permanecía tranquilo y muy contento era Verdín.
Cuando la cosa se calmó un poco, Verdín llamó a todos sus compañeros y pidió la palabra: le preguntó a cada uno de ellos qué había aprendido esa tarde.
Algunos ya empezaban a entender, otros, de cabecitas más duras, no.
Entonces Verdín se sentó en medio de todos y explicó la razón por la cual se le había ocurrido hacer este concurso y dijo así: es muy feo sentirse distinto a todos, aunque uno realmente lo sea, ello no significa que no pueda ser parte del todo. Yo sé que soy un monito verde, el único monito verde que existe, y si me preguntan, no sé por qué Dios me hizo así, Él tendrá sus razones. Sin embargo, no es eso lo que me molesta, yo aprendí a vivir con mi color, pero me duele que por ser diferente no me integren y sentir que siempre estoy fuera del corazón de ustedes.
Todos los animalitos se quedaron pensando, no sólo en las palabras de Verdín, sino en lo que habían vivido momentos antes. Cada uno recordó que con los ojos abiertos o cerrados, las frutas tenían el mismo gusto, el vértigo y el dolor se sentían de la misma manera, etc. Comprendieron finalmente lo que Verdín tanto les decía: que lo más importante de alguien no es precisamente lo que se puede ver, sino lo que hay dentro de uno.
Fue allí cuando todo cambió para Verdín, o casi todo, mejor dicho. Ahora tenía muchos y verdaderos amigos, lo cual lo hacía requetefeliz, aunque las cargadas siguieron.
De todos modos, Verdín prefería seguir escuchando que era un monito light o bajo en calorías, o que se parecía a una lechuga mantecosa, pero sabiendo que quienes se lo decían ahora eran sus verdaderos amigos, y entonces, lo que antes era una cargada, ahora se convertía en un chiste simpático. Verdín sí sabía vivir con sus diferencias y les enseñó a los demás a hacerlo también.
Autor: Liana Castello
Dicen por ahí que hay una selva en la que vive un mono de color verde. Bien verde, y no estoy hablando de una rana o de un cocodrilo, sino de un monito chiquito y verde.
Pero el monito no la pasa muy bien en esta selva. Lo que ocurre es que a los demás animales, como a la mayoría de las personas, les cuesta aceptar a los que son diferentes. Nuestro monito amigo recibía todo tipo de cargadas: le decían que era un monito “bajo en calorías”, “dietético” o “light”, o que era un mono “ecológico”, o que parecía una lechuga, etc. Muchas veces –y lo que es pero aún– nadie le daba bolilla.
El monito no entendía por qué era tan importante ser distinto del resto, qué hacía la diferencia entre los animales, por qué el color naranja del león era mejor que su verde, por qué el gris del elefante no se veía mucho más triste que su lindo y colorido verdor o por qué a los tigres, que nacían ya “sucios”, llenos de manchitas, nadie les decía nada; en cambio a él –que, aunque verde, era muy limpito– todos lo cargaban.
El monito verde vagaba por la selva, sin demasiados amigos, salvo los que justamente eran de color verde, como las ranas, los loritos, etc. Sin embargo, ni siquiera esto lo hacía muy feliz, porque él sabía dentro de su corazón que eran sus amigos sólo porque lo veían del mismo color y lo consideraban igual.
Verdín –así se llama nuestro amigo de esta historia– seguía tratando de encontrar dónde estaban las verdaderas diferencias entre él y los demás: Después de todo, pensaba Verdín, todos somos distintos y todos somos iguales en algún sentido. Cuando él hablaba así al resto de los animales, incluso a los monos que no eran verdes pero eran monos también, se reían de él, sin entender qué quería decir o sin prestarle mucha atención.
Verdín pensó que debía probar su teoría, que si lograba que todos entendiesen sus palabras tendría más amigos o, mejor dicho, verdaderos amigos. Entonces un día, firme y decidido, se dijo: “Manos a la obra”. Comenzó a colocar carteles por toda la selva invitando a sus habitantes a un “CONCURSO A CIEGAS”. Intrigados por la invitación, los animales se le acercaban y le preguntaban en qué consistía este concurso. Verdín lo explicó así: es una especie de juego, que todos jugaremos con los ojos vendados. Probaremos nuestras habilidades, nuestro valor y nuestra fuerza, pero sin ver nada.
La idea no le gustó mucho a más de uno, pero nadie se atrevió a negarse a la invitación y quedar como un cobarde.
El día del concurso había un gran alboroto, más de un animalito estaba nervioso, pero trataba de no demostrarlo. El más tranquilo era Verdín, aunque ansioso también de probar su teoría de que, más allá de nuestra apariencia, todos somos iguales y distintos a la vez.
Todos los animales participaron. Los leones empezaron el concurso comiendo frutas que otros animalitos les alcanzaban. Sorprendidos, descubrieron que –aunque no las viesen– las frutas tenían exactamente el mismo gusto de siempre. Siguieron los tigres, a los cuales se los hizo llegar hasta una meta por un camino de piedras duras y filosas. También descubrieron que, por más que no vieran esas piedras, éstas les causaban el mismo dolor en las patas. Los monos que no eran verdes tampoco se quedaron atrás, a ellos les tocó colgarse de las ramas más altas de los árboles y dar vueltas, pero esta vez con los ojos cerrados. Ellos también descubrieron que en sus pancitas el vértigo se sentía de idéntica manera que cuando podían ver de dónde se colgaban. A su vez, Verdín ofreció a los loros las mismas bananas que a los monos, y éstas tampoco les gustaron, comprobando así que no a todos nos gusta lo mismo, sea con los ojos cubiertos o no. Así pasó la tarde, y las pruebas seguían.
A los elefantes les tocó bailar en una pata sobre un tronco, prueba que, por supuesto, no pudieron cumplir, pero no por tener los ojos cerrados, sino porque aunque los hubieran tenido abiertos, esto era imposible para ellos.
Cuando comenzó a anochecer y cada uno de los concursantes había terminado con su prueba, a decir verdad, seguían sin entender demasiado.
Algunos reclamaban su premio, otros pedían explicaciones, todo era revuelo en la selva. El único que permanecía tranquilo y muy contento era Verdín.
Cuando la cosa se calmó un poco, Verdín llamó a todos sus compañeros y pidió la palabra: le preguntó a cada uno de ellos qué había aprendido esa tarde.
Algunos ya empezaban a entender, otros, de cabecitas más duras, no.
Entonces Verdín se sentó en medio de todos y explicó la razón por la cual se le había ocurrido hacer este concurso y dijo así: es muy feo sentirse distinto a todos, aunque uno realmente lo sea, ello no significa que no pueda ser parte del todo. Yo sé que soy un monito verde, el único monito verde que existe, y si me preguntan, no sé por qué Dios me hizo así, Él tendrá sus razones. Sin embargo, no es eso lo que me molesta, yo aprendí a vivir con mi color, pero me duele que por ser diferente no me integren y sentir que siempre estoy fuera del corazón de ustedes.
Todos los animalitos se quedaron pensando, no sólo en las palabras de Verdín, sino en lo que habían vivido momentos antes. Cada uno recordó que con los ojos abiertos o cerrados, las frutas tenían el mismo gusto, el vértigo y el dolor se sentían de la misma manera, etc. Comprendieron finalmente lo que Verdín tanto les decía: que lo más importante de alguien no es precisamente lo que se puede ver, sino lo que hay dentro de uno.
Fue allí cuando todo cambió para Verdín, o casi todo, mejor dicho. Ahora tenía muchos y verdaderos amigos, lo cual lo hacía requetefeliz, aunque las cargadas siguieron.
De todos modos, Verdín prefería seguir escuchando que era un monito light o bajo en calorías, o que se parecía a una lechuga mantecosa, pero sabiendo que quienes se lo decían ahora eran sus verdaderos amigos, y entonces, lo que antes era una cargada, ahora se convertía en un chiste simpático. Verdín sí sabía vivir con sus diferencias y les enseñó a los demás a hacerlo también.
Autor: Liana Castello
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