Luna

por **ana maria** Mar 19 Sep 2023, 12:42

Luna

La zona vieja de la ciudad, la que había sido en principio extramuros y acogía la primitiva judería, se había ido transformando con los años en el barrio de los artesanos. Allí los gremios se habían establecido agrupándose por oficios y dando nombre a las calles. Nombres que como cerrajeros, curtidores, plateros o panaderos, se habían perpetuado hasta nuestros días. Calles menudas, con frecuencia estrechas y tortuosas, pero, todavía, llenas de vida. A través de las ventanas abiertas se podía escuchar el trajín de la calle e, incluso, las vecinas podían hablarse de balcón a balcón, pasándose las noticias del día. Las ventanas lucían sus macetas de colores repletas de flores y el bullicio subía desde la calle empedrada hasta los áticos de la gente humilde.

Por allí solía moverse Luna. Luna era una mujer de edad indefinida. Era guapa con una belleza algo racial, morena, no muy alta y de manos finas con largos dedos. Yo la veía con frecuencia, siempre en una esquina, a poder ser algo espaciosa, con un pequeño taburete para sentarse y una zanfona que, por su brillo y su cuidado, nadie adivinaría los años que llevaba encima. Instrumento laborioso de afinar, era tarea a la que Luna se entregaba con delicada minuciosidad. Pasaba los minutos dando el tono a cada una de sus cuerdas, hasta que conseguía arrancar un acorde melodioso.

Entonces cantaba con una voz suave y una entonación perfecta canciones que la gente conocía y se paraba a escuchar de buen grado. Las mujeres hacían un alto y se detenían, posando sus cestas en el suelo y, siguiendo unas el ritmo con la cabeza y otras tarareando las melodías conocidas, descansaban unos minutos de las tares habituales. En un platillo que Luna colocaba delante, quienes recorrían la calle, dejaban unas monedas que la intérprete agradecía con un gesto de la cabeza.

Los domingos, Luna cambiaba de lugar, se acercaba hasta la plaza que presidía la catedral gótica y allí, a unos metros de la puerta del mediodía se colocaba para su tarea. Las propinas solían ser mayores, pero también lo era la indiferencia de quienes paseaban por la zona, que prestaban muy poca atención a las bellas romanzas que interpretaba.

Allí, en la catedral, la encontré un domingo por la mañana. En aquella ocasión, la acompañaba Anita, una sobrina de unos seis años, pecosa, simpática y dicharachera, que bailaba con gracia algunas de las piezas que Luna interpretaba. La pequeña bailarina había hecho que más gente se arremolinase y que alguna moneda más cayese en el platillo.

Entonces, me acerqué a ellas y, por primera vez, me decidí a hablar con Luna.

- Hola, es precioso eso que tocas- dije.

- ¿La zanfona? – respondió con una ligera sorna.

- La zanfona también es preciosa, pero me refería a la música que tocas- dije yo temiendo haber sido inoportuno.

Luna se rió, con una risa franca, de esa en la que se aprecia que sale del corazón. Me explicó que tocaba cosas muy variadas. La mayor parte de las veces tocaba folklore de la zona y cantos populares, que había observado que solían gustar a las gentes que por allí estaban. También los romances antiguos, que las personas ancianas reconocían rápidamente, pero que las más jóvenes desconocían. Muchos de estos jóvenes pasaban de largo, pero quienes se quedaban a escuchar acababan sorprendidos, enganchados por la belleza de la música y lo intrigante de las historias.

Yo comenté que me gustaba cantar, pero no hasta el punto de hacerlo en público.

- Me encanta la música sefardí tradicional- comenté.

Unos amigos de mis padres, que se conocieron cuando vivían en Marruecos eran descendientes de sefardíes y cuando se reunían alguna vez en casa, cantaban siempre canciones de aquellas que se llevaron al tenerse que ir de España.

- Yo tengo antepasados sefardíes- me comentó Luna. Me miró con cierta seriedad, no exenta de curiosidad.

- ¿Ah, sí? Pues hay una canción en particular que a mí me encanta- le dije, sin otra intención que animarla a ver si me cantaba alguna pieza de aquel folklore que tanto me gustaba.

- Y ¿Cuál es?- me preguntó.

- Se llama “Tres hermanitas” – respondí.

Al momento, afinó de nuevo la zanfona y comenzó a sacarle un sonido continuo, precioso.

- Vamos, canta- me indicó.

Me quedé dudando, mirándola incrédulo, pero asintió con la cabeza y al momento me escuché cantando junto a su voz educada y hermosa : “Tres hermanitas eran blancas de rosa y ramas en flor…”

Seguimos cantando, de nuevo se acercó la gente y en el platillo de Luna, cayeron unas monedas más.

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