Tocaya

por **ana maria** Miér 25 Oct 2023, 13:48

Tocaya

En la casa de mi tocaya no es costumbre tomar mate, pero igual ella me va a hacer el honor de estrenar el contenido del cofre de madera que pinté con acrílicos y le regalé para su cumpleaños.
Mira con sus ojos vivaces los saquitos de té artesanal ordenados en los compartimientos de la caja y descubre que los elegí para ella, y de todos los sabores posibles.

Decide que esta tarde vamos a compartir el té de frutos rojos y aunque me encantaría que nos tomáramos unos mates bien dulces con las hierbas aromáticas que cultivo en mi huerto, le digo que su decisión es perfecta para mí.
Son sus parámetros, es su hogar, y la próxima vez, cuando le toque a ella visitarnos en casa y se quede por algunos días, no voy a descansar hasta convertirla en una degustadora profesional de mi infusión predilecta.

Dice que le encanta el diseño de flores celestes de nomeolvides que dibujé sobre la tapa de la caja y después me agradece y me abraza con un cariño fraternal que siento profundamente genuino. Diáfano como pocos.

Nos unen cuestiones mucho más importantes que el nombre en común, pero hoy no son los motivos inspiradores de esta breve página. Solo voy a agregar que nos ata una hermandad que pocos seres, incluso familiares de sangre, podrían experimentar de igual modo.

Somos colegas, estudiamos lo mismo, amamos los espacios naturales, veneramos a la poesía, y hasta algunas personas nos acusan de mentir cuando aseguramos que no compartimos parentesco, y argumentan que papá Dios usó ciertos elementos demasiado parecidos para planificarnos. A nosotras no nos sorprenden esas afirmaciones porque es incuestionable que sí lucimos como si fuéramos hermanas.

Sin embargo, no somos fieles reflejos, tenemos algunas diferencias que hacen más interesante el vínculo.
Ella es unos años mayor y si hay algo que la define, es la extensión de su sonrisa. Mi tocaya sonríe y se ríe con amplitud. Yo soy más discreta para exponer la dentadura, ya que estoy convencida de no verme muy agraciada si pretendo asemejarme a un cartel de promoción de pasta anticaries. Se me inflan demasiado los pómulos… no sé.

Mi amiga adora los peinados altos, esos que llevan cierta elaboración, que requieren turno previo con una peluquera, los vestidos con telas brillosas, los zapatos de taco muy alto y el maquillaje intenso, como suele decir, “pa que se note”.

Yo escapo de todo ese protocolo de vestuario, huyo despavorida, me desagradan las apariencias, los bucles armados con un rizador, las chalinas de gasa sobre los hombros y esas fiestas acordes que se celebran en lugares donde se necesita llevar un disfraz lujoso para asistir.
Mi tocaya dice que soy lacia, una clásica, bohemia, una simplona sin remedio; por supuesto que no la contradigo, y hoy además insiste en que me pruebe al menos uno de sus “disfraces”, ya que hasta tenemos la misma estatura y contextura.
Dice que por una vez en su vida necesita ver como luzco en modo evento formal.

Me río mucho con esa ocurrencia, y es que la quiero mucho. A pocas personas las quiero como a mi compañera de cuestiones más elevadas que la mera casualidad de compartir el nombre.

A veces parece una nena chiquita, es histriónica, muy actriz, tiene esa alegría que suele manifestarse desde adentro y como una rareza, cuando antes hubo huellas de un sufrimiento que pugna por sanarse.

Estoy en su casa y encarno el rol de confidente, de espejo de sororidad, y ya sé de antemano lo que va a decirme. Conozco bien el tema que va a traer. La trastienda de sus risas como ejercicios necesarios.
Después del té, en lugar de llevar las tazas a la cocina y recoger la mesa, me acerca unas fotos que escaneó y que pasó a papel; que necesitó hacer tangibles.
Me las va mostrando como en una secuencia de escenas ordenadas, desde la alegría a la desidia, como una línea de tiempo, y yo veo lo que ella no visualizaba en los ojos de aquel que la abandonó después de nueve años de vida en pareja.
No lo llegué a conocer, pero escruto sus ojos de fotografía, esos ojos impresos, y es como si lo estuviera viendo en persona.
Un escalofrío recorre mi espalda. Es impresionante notar como ella seguía sonriendo en toda su saga de amor de años y el hombre se tornaba más y más adusto en cada imagen que presagiaba el epílogo.

Y vuelve a llorar por él. Todavía lo extraña y tiene la esperanza de que regrese. Y le vuelvo a decir que lo tiene que soltar, que amor y traición no son dos conceptos compatibles, que ella sabe como son las cosas, que nadie puede ir en contra de su naturaleza o sus pasiones, que hubo, hay y habrá más caídas en batalla… esas frases que se enfatizan para que alguien entienda y se libere por fin de ese halo de fantasía que hiere.
Y por un momento siento ganas de romper esas fotos, de invitarla a caminar por la ribera para que el pasado la deje tranquila aunque sea por un rato. Pero el clima no colabora y la casa se convierte en la única opción, al menos hasta que deje de llover.

Y comprendo que igual que el clima, ella necesita tiempo. Tiempo para pensar, y que debo respetarla. Querer bien a alguien incluye el respeto por todas sus facetas, aún por aquellas con las que no se está de acuerdo.

Entonces la abrazo fuerte y ahora yo saco a relucir una sonrisa de propaganda de dentífrico. Me dirijo a su cuarto y abro el guardarropa. Soy capaz de probarme todos sus vestidos horribles, el azul eléctrico espantoso, incluso este que acabo de descolgar de la percha, por lejos el peor, largo, muy largo, de un estridente verde limón que hasta me hace doler la vista. Soy capaz de prestarle mi cuerpo a esta obra del mal gusto textil con tal de que vuelva a la boca de mi amiga esa sonrisa amplia que la define.

Hasta que vuelvan a iluminarse esos ojos que se parecen tanto a los míos.

-Y… ¿Cómo me veo, tocaya?- le digo envuelta en esta fea bolsa verde.

Cumplo con mi causa noble.
Ella se ríe otra vez.

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