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El Abuelo Petardo
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El Abuelo Petardo
El Abuelo Petardo
Observo al Comisario que se acerca cansinamente hacia el portal. Gabardina larga en este día seco y helado de Enero, traje arrugado con corbata mal combinada y peor anudada y un cigarrillo humeante colgando de su boca: no necesito mucho más para calificarle, sin posibilidad de error, como vulgar y anodino.
Le recibo en calidad de Presidente de la Comunidad y, como tal, le invito a pasar al interior. Respondo a sus primeras preguntas: “si, he leido lo que ha salido en la prensa pero no lo había relacionado con el vecino del tercero; es un horror”. “ No, no le había visto desde hace bastante tiempo”. “ Bueno…. pues parecía una persona sin conflictos, al menos conocidos”.
Continuo en mi papel de Presidente: “no me consta, y lo hubiera sabido, que tuviera diferencias con otros vecinos, ya le digo, no he tenido ninguna queja; él y su mujer vivían para el nieto enteramente”.
Cree que no me doy cuenta pero he captado su juego de miradas directas combinadas con desvíos repentinos al suelo, al que adivino ofendido por sus espantosos y descuidados zapatos, para volver a mirarme por sorpresa.
Le respondo con mi voz más templada: “no, no tenía la menor idea de que pudiera estar relacionado con la pirotecnia y mucho menos con la fábrica de explosivos”. Continuo con mi aséptica declaración: “No se sabe mucho en la casa de esta familia pero él llevaba bastante tiempo jubilado y se les veía con el nieto a todas horas”.
Da por terminada la conversación, me pasa su tarjeta y me ruega que le llame si recuerdo algo más. Sale del portal, se vuelve y se despide con un movimiento de cabeza que desprende el cigarrillo sobre sus pies tras rozar la gabardina.
Imagino lo que buscaba pero, cuando le veo alejarse con su andar palmípedo y somnoliento, sé que no debo preocuparme, que jamás adivinará que la noche de su desaparición el jubilado se ganó a pulso lo que le ocurrió.
A medida que el niño adquiría la capacidad de reaccionar a los estímulos externos los abuelos iban abriendo su abanico de actividades para conseguir el divertimento de su nieto y, llegada una Noche Vieja, pensaron que el estruendo de los petardos y su olor a pólvora le fascinarían y así fue, acertaron.
Como otros años tuve que escapar, sin tomar las uvas, con mi perrita a punto del infarto, al garaje para refugiarnos en el coche, la música muy alta, esperando a que pasaran los quince minutos autorizados por el Bando municipal.
Creíamos estar a salvo allí abajo pero el enloquecido pirotécnico cambió la entrada de la casa, frente a la Clínica, para seguir con su bárbaro ritual en la puerta del garaje, ya pasado ampliamente el plazo permitido. La perrita había dejado de responder a mis caricias y a mi voz, inmóvil y sin pulso.
Salí del garaje y le encontré, entre grandes risotadas, cerrando la caja de los petardos cuando su mujer y el niño doblaban la esquina hacia el portal.
Respondió abiertamente y con aire experto a mi interés por su actividad informándome de que sólo se necesitaba una superficie dura sobre la que lanzar el explosivo y comprobé a continuación que su cabeza cumplía con el requisito sobradamente.
Lo demás fue coser y cantar: el cuerpo al maletero y, amparados en la noche, el viaje pausado hasta la fábrica de explosivos, el uso inexperto pero suficiente de una pesada cizalla y la colocación cuidadosa del cadáver en la puerta de uno de los arsenales para terminar la maniobra arrojando por una ventana, también víctima de la herramienta, la caja de petardos que ya empezaba a arder.
Caminaba hacia el coche, relajado y satisfecho, y, a mis espaldas y sobre el quieto fondo de la noche estrellada, el fragor de la tormenta de explosiones y las sacudidas descontroladas de las llamas celebraban la llegada del Nuevo Año.
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