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Las Manos del Cantero
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Las Manos del Cantero
Las Manos del Cantero
Maese Pedro en el año de gracia de mil doscientos ochenta y cuatro, era maestro cantero de la Catedral de León. Llevaba más de treinta años en construcción y sus formas se iban haciendo cada vez más visibles, siguiendo la pauta, aquellos planos que había elaborado el Maestro Enrique.
Maese Pedro era conocido por el Joven, pues antes que él su padre, del mismo nombre, también había dado forma a las piedras que conformarían el Pórtico principal de la fachada oeste.
En ese quehacer se hallaba ocupado, cuando el Maestro Enrique llegó al taller y llevándole aparte le propuso, “Maese Pedro, yo sé que ahora no hay cantero con la pericia con la vos trabajáis y tengo un especial encargo de haceros” “Decid Maestro ¿qué es ello?” respondió el cantero.
“He de encargaros una imagen, que trabajéis en ella con empeño es lo que espero y si conseguís lo que pretendo, quedaréis bien satisfecho.
Una imagen de la Virgen es lo que quiero”
Comprometiese así su palabra el cantero y dejando el taller común se fue a otro, separado de la Catedral, donde poder trabajar sin interrupciones ni riesgos de roturas su encargo.
Esperaba con afán que le llevasen el material pues el Maestro no le había dejado dicho si sería mármol, alabastro o basalto.
Supuso una pequeña decepción que no pudiese disponer más que de piedra, simple piedra como aquella con que se levantaba la Santa Iglesia que sería honra del Reino.
Tocó la textura rugosa de la piedra, cerró los ojos para acomodar una imagen que pudiese valer para aquella Virgen que tenía que trabajar.
Bosquejó en un pergamino con un trozo de carboncillo los rasgos principales que tendría la escultura que le encargaban.
Sería una Virgen en majestad, con un Niño en los brazos, quizá preparada como si fuese una columna y un capitel superior que la rematara.
Púsose a la obra, las manos empuñando el cincel y la maza y el amor intenso que por su trabajo sentía. Desbastó la piedra.
Fueron apareciendo las primeras líneas. Un manto largo, con pliegues que caían, pero no quiso hacer los pliegues rectos,
sino que quiso darles un aspecto más natural, aquél que él veía que tenían los mantos de las mujeres que por la calle pasaban.
Iban pasando los días, en aquella soledad marcada por el Maestro Enrique que no quería que le distrajesen, ni le molestaran.
Esperaba que llegasen las luces de la mañana y preparaba un fuego para templar las manos que se quedaban frías en las jornadas
de invierno cuando caían las heladas.
Se empezó a ilusionar con el trabajo, pasaba en el taller las horas, allí comía y la mayoría de los días, allí dormía en un
camastro que se había preparado. No salía a las calles.
No vivía más que para su obra, aquella que nadie conocía todavía, aquella que le ocupaba la mente y le llenaba las horas.
El Niño bendecía con su mano alzada, desde el brazo izquierdo de la Virgen. La cabeza de la imagen se tocaba con una corona de emperatriz,
mientras sus pies hollaban la cabeza de la serpiente que por tierra se arrastraba. Remató la imagen como capitel la representación
hermosa de la Jerusalén Celeste, donde la Virgen reinaba.
Llegaba el momento difícil de poner a María una cara. Dibujó varios proyectos, mas ninguno le agradaba.
Emborronó de carbones pergaminos y… nada. Una noche, mientras se agitaba en las horas del sueño, se le representó la imagen de su hija,
Blanca, la que murió de garrotillo con catorce años recién cumplidos, aquella que era su ilusión de padre, niña de sus ojos...
¡maldito garrotillo! el mismo garrotillo que se llevó a su madre.
A la mañana siguiente intentó el bueno del Maese llevar a la piedra el rostro tranquilo de su hija, aquel que el sueño le había entregado.
Como por ensalmo las manos trabajaban, encontraban rasgos , surgían gestos como complicidades e iba tomando forma aquel rostro que tanto recordaba.
Terminó su obra Maese Pedro y la envolvió en arpilleras porque no sufriera y envió a dar aviso al Maestro de que ya estaba terminada. Le llegó orden del Maestro Enrique de dejarla bien protegida, que según fueran las obras, ya vería él dónde la colocaba.
Salió del taller Maese Pedro y se asombró al ver que en todo el tiempo que había estado haciendo casi vida ermitaña,
las obras de la Catedral
habían avanzado mucho.
Se levantaba airosa, las paredes de inverosímil altura aparecían taladradas de ventanales que se engalanaban con vitrales como
no hubiese otras.
Las arquivoltas, galanas tomaban forma sobre las puertas y los arbotantes esbeltos se lazaban a las alturas,
sueño de contrafuertes para sujetar el edificio, la Pulchra Leonina, que a las gentes llenaba de orgullo.
Pero Maese Pedro, había contraído del polvo de la piedra, de las esquirlas inhaladas, de los fríos de las noches y las heladas el “mal de la
piedra”, mal que le fatigaba si forzaba el paso, si subía escalones y que muchas veces le manchaba de sangre la saliva al toser por las
mañanas.
Tuvo, pues, que recogerse, cuidarse, con lo que entonces buenamente se podía. Cierto es que el Maestro Enrique siempre pendiente
envíaba algún dinero cuando lo necesitaba y así iba aguantando el viejo cantero.
Un día le despertaron de mañana las campanas, había júbilo en las calles. Se diría hoy la primera misa en la Catedral que se consagraría en
presencia del Rey. El Maestro Enrique invitó a Maese Pedro a acudir con él a un acto tan solemne y tan esperado.
Con las pocas fuerzas que tenía, Maese Pedro se puso sus pobres galas y se fue con el Maestro a ver la Catedral nueva.
Al llegar a la plaza, enfocar la entrada por la puerta oeste, en el parteluz del pórtico, en lugar de privilegio estaba la imagen
que con sus manos tallara.
Con lágrimas en los ojos, sin poder articular palabra, miró al Maestro Enrique que le dijo:
“Ahí tienes a la titular de esta iglesia, Nuestra Señora la Blanca”.
ana maria- ♕-Princesa
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