¡Galapagar!

por **ana maria** Sáb 22 Abr 2023, 14:10

¡Galapagar!

¿Qué coño dices, Honorio?

No lo sé. Creo que me se está achicharrando la cabeza. O que me la están invadiendo los alienígenas esos.
¡Vale!, dejémoslo por hoy. Si no tienes ganas de seguir cortando leña, lo dices y se acabó. No hace falta hacerse el zumbado.

¡Galapagar!

Desde luego, Honorio, eres la leche jajaja... ¡Vámonos, anda!

Honorio y Ovidio recogieron las hachas, las cuñas de hierro y el mazo y marcharon monte abajo. Caminaban por el zigzagueante sendero que comunicaba la aldea con la cima de la montaña, entre zarzas, hierbas y piedras resbaladizas, a causa del sirimiri que caía incesante desde hacía casi una semana. Ovidio se dijo que, al llegar a su casa, averiguaría el significado de la palabra galapagar, si es que tenía alguno, si es que no se lo había inventado el dichoso Honorio; aunque le extrañaba que fuera invento para dejar de cortar leña; Ovidio no era de los que les gustaba holgazanear.

Buscó en el diccionario y descubrió que era lugar de galápagos y, como no sabía qué diantres eran galápagos, cliqueó en Google galapagar, resultando ser un pueblo en el noroeste de la Comunidad Autónoma de Madrid. Honorio no ha salido nunca del pueblo, se dijo, de dónde habrá sacado la palabrita esta, y no creo que sepa lo qué es un galápago de esos.

Pasó media noche dándole vueltas al asunto, hasta quedar dormido en su cómodo sillón, frente a una chimenea que quedaba en ascuas, tapado con una manta de cuadros rojos y blancos, en la cocina de su casita de piedra de dos plantas.

Al amanecer ya se encontraba de camino a la taberna, para encontrarse con Honorio y proseguir con la tala de árboles, tarea vital si querían pasar el invierno sin pasar frío.

Es raro, todavía no ha llegado. Ya sabes que siempre llega una hora antes que tú. Desde que lo dejó la mujer...

Lo sé, Ambrosio, lo sé. Voy a buscarlo, me tiene preocupado —le contestó al tabernero, un abuelo de chaqueta y pantalones de pana, tan vieja como los noventa y dos años del mismísimo tabernero.

Pienso que a los lectores no les importa la edad de mi vestimenta, ni que tenga noventa y dos años, señor narrador.

Tiene usted razón, no viene a cuento. Perdóneme, no volverá a ocurrir.

Vale, de acuerdo; pero váyase, que Ovidio ya salió en busca de Honorio.

¡Voy corriendo, hasta luego, Ambrosio!

Ovidio ascendía por la calle de cantos rodados, hasta casi las afueras de la aldea, donde vivía Honorio. Antes de llegar ya presenció algo extraño. Unos bichos, como lagartijas gordas con las espaldas de pinchos y larga cola de diablo, rodeaban a miles el huerto y las prominencias cercanas a la casa de Honorio. Este, escopeta en mano, amenazaba con matarlos a todos, cosa que le pareció difícil a Ovidio, dado el enorme número de ellos, amén de la voz temblorosa de su amigo.

¡Espera, Honorio, que he leído que son pacíficas! gritó con todas sus fuerzas mientras los galápagos esos giraban al unísono sus lentos pescuezos.

¡Estás seguro, Ovidio!, ¡mira que estos bichos parecen salidos del mismísimo infierno!

Estoy seguro, Honorio, lo leí en el Google. Voy a entrar.

Ten cuidado. Ven despacio que yo te cubro las espaldas.

Se acercaba Ovidio a la ventana dónde Honorio encañonaba sin ton ni son cuando, poco apoco, se iba percatando de que su amigo aparentaba ser la madre de los galápagos esos. El rostro se le había alargado, los ojos empequeñecidos y muy ladeados; el cuello corto y robusto, la piel escamosa y a juego con el color de bronce de las piedras con las que estaba construida su casa.

Te veo raro, Honorio —le gritó.

¡Cómo no voy a estar raro con tanto bicho raro por aquí.

¡Bueno, baja!, y vayamos a la taberna a tomar unos orujos; así se te pasará el susto le dijo desde el umbral de la puerta.

¡Vale, voy!, pero no me dejes solo con estos bichos.

Tranquilo, eres mi amigo, no te dejaré solo.

Honorio y Ovidio encaminaron despacio el recorrido de la taberna, abrazados a los hombros y aguantando Ovidio el dolor de los punzantes pinchos de la espalda de un amigo que arrastra una largo y pesado rabo por las calles empedradas.

Honorio, no te importará que te diga que no me molesta que vengas a la taberna con la presencia que tú quieras, pero haz el favor de alejar a esos bichos de aquí le dijo Ambrosio, el tabernero, mirando a los cientos de galápagos que habían en el local, y a los cientos que esperaban en las calles.

¡Y a mí qué me dices, no son míos!

Pues son igualitos que tú...

No seas quisquilloso, Ambrosio. ¡Ni que te dieran miedo cuatro animalitos de nada! —se interpuso Ovidio, pidiendo que rellenara los vasos de orujo.

La culpa la tiene el cabronazo del narrador este... ¡se ha vengado por una tontería de nada! exclamó el tabernero, oteando las alturas fijamente.

¡Joder, Ambrosio, con la edad que tienes y todavía creyendo en tonterías! Ya te he dicho, muchas veces, que leer tanto no es güeno intervino el camaleónico Honorio, absorbiendo el orujo con su lengua bífida.

Esto va a ser por el orujo este que fabricas tú mismo. ¡Ambrosio, que te conozco y un día de estos nos envenenas, ostias! dijo Ovidio, para añadir: Hubiese preferido al pueblo de Madrid, Galapagar; pero mira tú que resultó ser la madriguera de los galápagos esos jajaja... Llena otra vez los vasos...

Lo dicho, no bebáis mucho alcohol que os invadirán los bichos.

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