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Acertijo dentro de un Relato
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Acertijo dentro de un Relato
Acertijo dentro de un Relato juegas????
Sucedió hace mucho tiempo y hasta mucho tiempo después no comprendí el por qué.
Ahora puedo contarlo sin temor a malograr la historia y sin faltar a la verdad.
He aquí lo que ocurrió.
Hace unos años recibí una invitación para asistir a una reunión familiar. El encuentro tendría lugar en la casa de mi abuela que, en el momento de la historia, se encontraba cerrada.
El reclamo aclaraba que se trataba de un acto amistoso, aunque estaría el notario. La finalidad era limar las asperezas que el reparto de la herencia de mi abuela había provocado entre los beneficiarios.
El recibidor de la casa era de techos altos y tenía ventanales a cada lado de la puerta principal. Una larga y estrecha alfombra de rombos verdes y rojos señalaba el trayecto que había que recorrer para llegar al comedor de los banquetes importantes, donde tendría lugar la cita.
La mesa de las celebraciones era larga, ovalada y contaba con doce sillas; un par de aparadores, y una vitrina a juego, completaban el mobiliario. Detrás del comedor, tras una puerta de cristales empañados, estaba la cocina.
Cuando llegué a la casa los once comensales estaban sentados, esperándome, pues yo era la más favorecida del testamento.
Al principio, mis parientes fueron amables pero, en la medida en que la conversación se animaba y los dulces y el café mermaban, los ánimos se violentaron. Ninguno estaba de acuerdo con el reparto que la abuela había dispuesto en sus últimas voluntades.
El notario intentaba hacerlos entrar en razón, o eso parecía. En todo caso, las explicaciones fueron infructuosas y las injustas reclamaciones se mantuvieron inamovibles.
A las ocho de la tarde, ni un minuto antes ni uno después, Rosaura, Clotaldo, Astolfo y los demás se levantaron y, sin pretexto alguno, abandonaron la casa, quedándonos a solas el actuario y yo.
Don Tomás se quejó de un fuerte dolor de cabeza y me pidió que lo acompañara a la cocina en busca de algún calmante. Dije que sí, que cómo no, que no faltaría más y me adelanté. Tenía plena confianza en él, era el confidente de la abuela.
Pero cuando abrí la puerta -¡oh, sorpresa!- descubrí que donde estaba la cocina había una alberca con agua turbia y tufo a marismas.
El notario, aprovechando mi desconcierto, me empujó. Forcejeamos y terminamos cayendo los dos.
Sentí que me estaba sumergiendo en las tinieblas y que el diablo estrangulaba mi cuello con fuerza.
Entonces recordé que había recogido mi pelo con las agujas de púa de la abuela. Me hice con ellas, el notario dejó de luchar y pude salir de allí.
Todo daba vueltas en torno mío, otra vez estaba en el comedor vacío; en la ovalada mesa la caja de bombones suizos continuaba abierta, me acerqué y tomé la última chocolatina que quedaba.
Desde la cocina, me llegaba el olor de la leche hirviendo y del pan horneado. Don Tomás soltaba una carcajada y abuela le hacía guiños con la mirada.
Recostada en el cerco de la puerta me quedé contemplándolos. Pero el notario y mi abuela, al verme, dejaron de reír.
Abrí y cerré los ojos, bostecé y ya no estaban allí.
Me quedé en la cocina, meciéndome en una silla, mirando las hornillas apagadas y frías, la alacena vacía y las incontables arañas que tejían y tejían entre la vajilla de porcelana blanca, de gris empolvada.
En el alféizar de la ventana estaban dos gorriones que, excitados, chillaban.
La puerta de la calle se abrió y mi primo Segismundo entró silbando bajito, iba acercándose al comedor y, como siempre, esquivaba los rombos verdes de la alfombra del pasillo.
Miré el reloj y me di cuenta de que había llegado demasiado temprano a la cita.
Abrí y cerré los ojos, bostecé y ya estaban todos los convidados allí.
¿Adivinaste? Abrí y cerré los ojos, bostecé… Todo el relato es un sueño… “y los sueños, sueños son”, pues ya dijo Calderón “que toda la vida es sueño”.
maria gabriela diaz granlier
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